Huchas llenas de dinero apiladas durante la campaña 'Salva nuestra economía', en Corea del Sur (Reuters).
A principios de década, uno de los escasos invitados a las reuniones del Club Bilderberg, en el impasse entre su salida de la secretaría general del PSOE y su destino actual como Comisario de Asuntos Económicos y Monetarios de la Comisión Europea, expresaba un deseo que era compartido por la gran mayoría de progresistas europeos. Según Joaquín Almunia, vivíamos en un instante en que los mercados financieros no estaban sometidos a control alguno y donde la única posibilidad de limitar sus consecuencias negativas pasaba porque algún organismo internacional jugara con eficacia el papel de supervisor. Su apuesta estaba clara: “¿Quién va a poner orden en los mercados financieros sino una institución como el Fondo Monetario Internacional?”, afirmaba. Era una apuesta que, sin embargo, no sonaba bien. Para ciertos sectores sociales, cualquier intento de regulación global sería nefasto para la economía; para otros, apelar a una institución neoliberal, y cada vez más polémica tras su papel en la crisis asiática y en la argentina, era echar leña al fuego.
Sin embargo, a finales de década, y en medio de una crisis que se reviste de caracteres apocalípticos, ese viejo sueño está tomando visos de realidad. O eso dicen, entre gestos de gran preocupación, multitud de medios estadounidenses, desde la cadena Fox hasta la revista Time. Y es que mientras algunos analistas juzgan positivamente ese movimiento, otros lo ven como el principio de un nuevo orden mundial de los banqueros a cuya cabeza estaría el FMI.
Sin duda, la inyección autorizada por el G20 de 170.000 millones de euros en DEG (Derechos Especiales de Giro) ha hecho que la alarma creciese, hasta el punto que algunos congresistas estadounidenses hayan acusado a Obama de querer finiquitar el dólar. El DEG es la unidad monetaria del FMI, cuyo valor se calcula través de una media ponderada de las cuatro divisas más importantes, dólar americano (45%), euro (29%), yen (15%) y libra esterlina (11%), y cuya utilidad es la de servir como divisa de reserva y de pago internacionales. Hasta ahora, y desde 1981, sólo estaban circulando unos 20.000 millones de euros en forma de DEG. Por eso, un aumento tan elevado de esa unidad monetaria ha llevado a muchos a afirmar que estamos ante un nuevo gobierno económico mundial, ante una nueva moneda fuerte que operaría fuera del control de países y regiones.
El rechazo ha llegado desde varios frentes. Así, para la izquierda lo único que estaría haciendo el FMI es asegurarse que el dinero vaya a parar prioritariamente a los bancos, esto es, estaría robando dinero de las arcas públicas para dárselo a los que más tienen. Para la derecha estadounidense, estamos ante un ataque directo a su supremacía, en tanto el objetivo final no sería otro que limitar el liderazgo norteamericano. Y, para un tercer grupo, al que los medios de masas han dado especial cobertura, estaríamos ante una conspiración organizada por los grupos de presión que han apoyado a Obama en la carrera presidencial.
En esta línea apunta Daniel Estulin, autor de La verdadera historia del Club Bilderberg, cuando afirma que “estamos ante un cambio de paradigma que esconde, bajo la apariencia de una política simpática, un nuevo totalitarismo”. El camino, según Estulin, está marcado por un grupo de economistas asesores de Obama, cobijados bajo el nombre de Behavioral Economist Roundtable, grupo de trabajo proveniente de la Russell Sage Foundation (incluso la revista Time se hizo eco de su influencia) y cuyo objetivo consistiría en “manipular los sentimientos de los ciudadanos mediante la utilización de los ciclos económicos”. Y uno de los principales pasos que se habrían emprendido en ese camino a la tiranía, según Estulin, sería “el establecimiento de las bases de una dictadura financiera global liderada por el FMI”.
Sin embargo, este tipo de teorías, señalan los expertos, más que revelarnos estrategias ocultas nos hablarían de las ansiedades que vive la población occidental respecto de un mundo cambiante. Y es que estamos asistiendo a una nueva configuración geoeconómica tras la crisis, algo que inquieta a muchos actores internacionales. Empezando por los estadounidenses, que está empezando a perder peso en el reparto de equilibrio mundial. O, al menos, lo está perdiendo su moneda.
Según señala Javier Morillas, profesor de Estructura Económica de la Universidad San Pablo-CEU, “estamos en la resaca de los últimos años del dólar como moneda única de reserva. El dólar ha cedido posiciones desde 2000 y sus volúmenes de reserva han ido bajando conforme se ha incrementado la reserva en euros. Y esto va a formar parte permanente de la nueva situación”.
BM y FMI se refuerzan
Y este nuevo mapa llevará también a que el Banco Mundial (BM) y el FMI refuercen su perfil. “Hay dos actitudes. Una es despotricar sobre estos organismos, exigir que se disuelvan y que los países que necesiten liquidez vayan a pedir fondos al Barclays, al Deustche Bank o al Santander. La otra es darles mayor protagonismo”. Para Morilla, si bien tanto el BM como el FMI poseen defectos de funcionamiento, han hecho contribuciones positivas, por lo que convendría incrementar sus funciones. Eso sí, avisa, los créditos no van a otorgarse con tanta discrecionalidad como en las últimas décadas. “Ahora es muy fácil medir la operatividad de sus gobiernos. Antes, si el BM no concedía créditos a un país, éste se iba con los soviéticos. Eso ha dado lugar a muchas malformaciones que, por suerte, ya se han terminado”.
Y esas instituciones operarían en un entorno también nuevo. Como señala Pedro Sánchez, Profesor de Economía Mundial y de España en la Universidad Camilo José Cela de Madrid “quien está pilotando la crisis es el G20, un grupo integrando por las principales economías del mundo, pero también por las emergentes. Que sea el G20 y no el G8 quien dirija el proceso demostraría de por sí que el poder económico está teniendo muy en cuenta otras zonas de influencia, caso de Brasil en América Latina y China e India en Asia”.
En otras palabras, que la economía más importante del mundo, la estadounidense, haya reconocido que sola no puede acabar con la crisis es un buen síntoma de que hay un nuevo reparto geoeconómico cuya unidad es la región y no el estado-nación. Y la UE y el euro son un buen ejemplo de los caminos del futuro. Pero eso trae un doble problema. De una parte, porque se dan crecientes resistencias en el interior de los países respecto de la absorción de su soberanía económica; de otra, porque también aumenta la competencia entre regiones. Como asegura Sánchez, “pronto sabremos si los procesos de regionalización que estamos viendo, como el Mercosur o la ASEAN, están favoreciendo la integración global o no son más que la traslación a una escala global de las dinámicas del estado nación, donde se prodigaban las políticas proteccionistas”.
En ese sentido, subraya Sánchez, hay señales muy positivas, ya que “estamos viendo cómo el G20 ha adoptado una posición común para coordinar las políticas monetarias de las bancos centrales con vistas a salir de la crisis”, algo que nos señalaría cómo la acción es global: ya no estamos ante la decisión de una superpotencia que los demás países se ven obligados a seguir, sino ante la necesaria cooperación para constituir un camino común.
Otra cosa es que, para que las cosas funcionen correctamente hayamos de mejorar las instituciones internacionales. Por ejemplo, como señala Morillas, ya que el BM o el FMI “intentan ser organismos de consenso. Y esas soluciones consensuadas en un entorno de información asimétrica y de mercados asimétricos tiende a no ser eficiente”. Pero, a pesar de ello, Morillas no tiene duda de que deberían existir reguladores internacionales y de que ese papel debería ser asignado al BM y al FMI. Y es que, como subraya Sánchez, “si hubiéramos tenido más poder global, con instituciones más poderosas, se habrían evitado algunos de los excesos de los mercados financieros que nos llevaron a la crisis”.
En definitiva, que más allá de las lecturas que se hagan de la situación y de las teorías con que se interpreten, en lo que parecen estar todos de acuerdo es en que vamos hacia un entorno aún más internacional, donde el papel de las regiones irá en aumento y donde los países verán aún más limitada su capacidad de acción. Vamos, pues, hacia un mapa con un poder central más firme y donde las regiones pelearán entre sí por atraer inversión, talento y mano de obra. Claro que, dicen otras teorías, ese es justo el orden que están buscando quienes mueven los hilos en la sombra…
Las calamidades en tierra y mar, la inestabilidad social, las amenazas de guerra, como portentosos presagios, anuncian la proximidad de acontecimientos de la mayor gravedad. Las agencias del mal se coligan y acrecen sus fuerzas para la gran crisis final. Grandes cambios están a punto de producirse en el mundo, y los movimientos finales serán rápidos.—Joyas de los Testimonios 3:280 (1909). Elena de White
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