Obama: la ambigüedad continuada


NORMAN BIRNBAUM 24/11/2009

Dos de los principales proyectos del candidato Obama eran la reforma de la asistencia sanitaria nacional y una paz duradera entre Israel y los palestinos. Los recursos disponibles para los programas nacionales dependen de la situación del país en la economía internacional. En Pekín, el presidente fue interrogado por nuestros principales acreedores, los chinos, acerca de los costes de la asistencia sanitaria, haciéndose eco así de la obsesión que tienen por su déficit los críticos norteamericanos. Pocos de éstos, por cierto, critican el presupuesto militar de Estados Unidos. Sin duda, la autoridad del presidente para emprender reformas económicas y sociales quedaría reforzada por sus éxitos en el exterior. El conflicto de Oriente Próximo, sin embargo, hace ya mucho tiempo que suscita entre los norteamericanos intereses y pasiones que conciernen a nuestro papel integral en el mundo.

Si el plan sanitario es derrotado en el Senado, Obama tendrá dificultades
El presidente ha obtenido un éxito parcial, más amplio que los de la mayoría de sus predecesores, al convencer a la Cámara de Representantes para que se aprobara un proyecto de ley de reforma de la asistencia sanitaria. El proyecto extiende el seguro a buena parte del 15% de la población que carece de él, implica protección contra la arbitrariedad de las compañías de seguros, provee con fondos públicos a quienes, desempleados o mal pagados, no pueden permitirse dicho seguro. Y los empleadores ahora estarán obligados a ofrecérselo a sus trabajadores. El presidente, un tanto pasivo durante una organizada campaña de falsedad de los republicanos y de los aliados de éstos en la industria del sistema de salud, convenció finalmente a una pequeña mayoría de la Cámara para que lo respaldara.

Uno de sus costes ha sido la prohibición de utilizar fondos públicos para el aborto, así como un anteproyecto de ley que presionaría a las compañías de seguros para que excluyeran el aborto de sus listas de prestaciones autorizadas. En Estados Unidos el aborto no es preocupación exclusivamente de la Iglesia Católica, perturba también a los protestantes fundamentalistas y a algunos judíos ortodoxos, unidos todos en la moralidad patriarcal. El presidente ha expresado su simpatía hacia el movimiento feminista, consternado por el éxito de sus antagonistas. Ahora, toda la cuestión del seguro sanitario se encuentra ante el Senado, donde aguardan múltiples obstáculos al liderazgo demócrata.

En el Senado (como un legado de la lucha de los Estados secesionistas por retener instituciones racistas) se necesitan 60 de los 100 votos posibles para llevar a un proyecto de ley a su votación. Los demócratas tienen justo 60 senadores, pero algunos se opondrán a la reforma a menos que se atiendan sus demandas (los disidentes, en deuda con sus donantes de la industria de la salud, se oponen al carácter público de la financiación). Existen formas de sortear una mayoría de 60 votos, y por eso los demócratas han sido

reacios a iniciar una confrontación directa.

Muchas de las reformas sociales de los últimos 50 años dependieron de mayorías demócratas en el Senado bastante superiores a 60 votos. El resultado del Senado es incierto, y en el caso de que del mismo surgiera un proyecto de ley, éste tendrá que ser armonizado con la Cámara de Representantes antes de pasar a ser firmado por el presidente.

Por ahora, según indican los sondeos, la mitad de la opinión pública es favorable a la ley, a pesar de que la mayoría cree que la propuesta de los republicanos sólo consiste en obstruirla. Muchos ciudadanos son incapaces de decir cuánto les costará finalmente el plan, como lo son los economistas más sinceros. Obama y la Casa Blanca ponen el énfasis en la racionalidad económica de su propuesta, minimizando deliberadamente la idea de la solidaridad social.

El presidente fue ambiguo respecto al carácter público del seguro (a pesar de la amplia aceptación, desde 1965, de Medicare, el seguro público para los mayores). Si el proyecto es derrotado en el Senado, o atenuado a fuerza de modificaciones, Obama tendrá serias dificultades en comunicar un discurso moral coherente para el resto de su mandato.

Mientras tanto, el Gobierno de Israel ha rechazado las propuestas de Obama para detener los asentamientos, lo que abriría el camino para una solución de dos estados en Tierra Santa. Netanyahu está movilizando a sus partidarios, incluyendo quizá a una secretaria de Estado que ha sido una aliada del lobby israelí. A pesar de las dudas de un sector de la comunidad judía norteamericana más laico y reflexivo, el lobby israelí (tanto judíos como gentiles) está completamente a disposición de Israel.

Esto enoja a amplios sectores, no ya en el seno de otras iglesias sino del propio aparato de política exterior, que piensan que el interés nacional norteamericano (y nuestras ideas de la justicia) requiere de mucha mayor preocupación por los palestinos.

El presidente podría restringir la ayuda a Israel, reducir la cooperación militar, o suspender el respaldo incondicional a Israel en Naciones Unidas, pero no hay ningún indicio de que tan siquiera se haya planteado amenazar con hacerlo. Los árabes (y los europeos no vinculados a Israel) tienen razón al insistir en que la obstinación de Israel puede conducir al desastre. La situación se hace más difícil por su conexión con el problema de Irán, las guerras en Irak y Afganistán y la incertidumbre en Pakistán. El presidente es incapaz, de un modo más real que retórico, de acabar con lo que se ha convertido en una cruzada contra gran parte del islam.

Ello implicaría la reconsideración del derecho a la hegemonía de Estados Unidos en Oriente Próximo y del completo legado del moderno imperio norteamericano.

Así pues, tanto con el sistema de asistencia sanitaria como con Oriente Próximo, el presidente todavía no ha alcanzado los retos que se impuso a sí mismo. Los costes de sus proyectos de ruptura ideológica y política podrían ser, a largo plazo, mucho menores que los de los mesurados pasos que ha dado. Sus consejeros en la Casa Blanca aducen que tiene que trabajar con las mayorías políticas existentes y que el largo plazo es para los historiadores, no para un presidente que deberá afrontar elecciones al Congreso el año que viene y una presidencial dos años después.

No obstante, ¿habrá subestimado Obama la singular capacidad de los presidentes norteamericanos, en algunas ocasiones, de crear nuevas mayorías? Sobre esto, como sobre tantas otras cosas, su presidencia sigue siendo ambigua.


Norman Birnbaum es catedrático emérito en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgetown. Traducción de Juan Ramón Azaola.