EL FINAL DEL IDILIO



Al cumplirse un año de la presidencia de Obama, la excitación se ha diluido y prevalece un sentimiento de oportunidad perdida. Pero el saldo de su gestión es favorable: EE UU está hoy mejor que en enero de 2009, y el nuevo Gobierno ha recuperado prestigio y autoridad
ANTONIO CAÑO 17/01/2010

Obama ha perdido más de 20 puntos de popularidad y ha bajado incluso del 50% de aprobación

Tal vez, como sugieren algunos obamanólogos, Obama sea demasiado civilizado para el cargo que ocupa
El caso de Barack Obama no es diferente. Su victoria electoral provocó una marejada de entusiasmo pocas veces vista. Se depositaron en él expectativas sobrehumanas imposibles de satisfacer. Se le creyó capaz de un cambio, como quiera que cada uno lo entendiera, que equivaldría al renacimiento de nuestra sociedad hipócrita y desmoralizada. Se le atribuyeron poderes especiales y se esperaba que desde su sillón en el Despacho Oval emitiera la señal que la humanidad necesitaba para la salvación. Este país religioso que en cada presidente cree ver la llegada del Mesías alcanzó el paroxismo con Obama, y el mundo, ansioso de liderazgo y harto de George Bush, se contagió sin reservas.

Pasado el tiempo, al cumplirse un año de su toma de posesión como presidente de Estados Unidos, esa excitación se ha esfumado y el sentimiento que hoy prevalece es el de una oportunidad perdida.

El antiguo fervor sólo sobrevive apenas en algunos grupos de fieles entre la comunidad afroamericana. Los carteles con su rostro, que un día se cotizaron alto en las mejores galerías del país, son ahora material de descuento en tiendas para turistas. Su biografía ha dejado de dominar las estanterías de las librerías, donde ahora arrasa la aciaga memoria de Sarah Palin.

La derecha ha recuperado la iniciativa política, los conservadores vuelven a ser el grupo ideológico mayoritario del país y el Partido Republicano es el favorito para obtener la mayoría parlamentaria en las próximas elecciones. El intento de bipartidismo naufragó ante la primera ola, el clima político sigue siendo dolorosamente áspero y los ciudadanos otra vez reflejan mayoritariamente en las encuestas su pesimismo sobre el rumbo en que camina el país.

Ese panorama no es, sin embargo, el resultado necesario de la mala gestión de Barack Obama. El saldo de su primer año es, paradójicamente, bastante favorable. Estados Unidos está hoy mejor que en enero de 2009 y, aunque algunas de las causas de tensión mundial subsisten, el nuevo Gobierno ha recuperado prestigio y autoridad para desarrollar su política exterior con el respaldo internacional conveniente.

En el orden interno, la amenaza de colapso que se cernía sobre la economía norteamericana ha desaparecido. El sistema financiero se ha recuperado. Los bancos han devuelto, en su mayor parte, el dinero que el Estado les entregó para su salvación y hoy vuelven a hacer negocio. Las empresas se van recuperando poco a poco de su letargo, incluso la maltrecha industrial del automóvil, que, con ayuda del Gobierno, ha empezado la reestructuración que requería y presenta ya beneficios. La Bolsa asciende como reflejo de las predicciones optimistas que, aunque de forma moderada, emiten los analistas. Incluso aceptando que el plan de estímulo de cerca de 800.000 millones de dólares aprobado el pasado febrero no haya tenido un impacto decisivo en la mejora de la situación, el Gobierno merece una parte del crédito por lo conseguido.

En el ámbito internacional, esencialmente se ha roto el aislamiento en el que Estados Unidos había caído durante la anterior Administración y se han establecido las bases para la cooperación con Rusia y con China y para un mejor entendimiento con la Unión Europea de cara a Irán y Oriente Próximo. Se ha eliminado el maniqueísmo que lastraba la guerra contra el terrorismo y se han robustecido los argumentos norteamericanos con la abolición de las medidas que enturbiaban su sistema democrático.

En condiciones normales, este balance sería suficiente para reconocer una buena actuación. Pero no es así. Obama ha perdido más de 20 puntos de popularidad en estos 12 meses y ha bajado incluso del 50% de aprobación en una encuesta de la cadena CBS esta misma semana. Desde todos los ángulos de la escena política se dispara en su contra. La derecha le acusa de haber socializado la economía del país, la izquierda le critica por la guerra de Afganistán y por no haber podido aún cerrar Guantánamo, y los independientes están decepcionados por la exacerbación de la lucha partidista.

Cada uno puede encontrar un asunto en el que Obama le ha fallado, aunque éstos sean a veces contradictorios. Donde los conservadores ven la prueba de que la nación se precipita hacia el comunismo, los liberales observan el ejemplo de que Obama se ha entregado a los grandes intereses de siempre. De extremo a extremo, el estado de opinión se radicaliza por minutos en unos medios de comunicación cada día más expuestos a la precipitación y la superficialidad.

Es lo que Paul Starr, profesor de Sociología de la Universidad de Princeton, llama "gobernar en la era de Fox News", la cadena de televisión conservadora. "Cuando Walter Cronkite es sustituido por Glenn Beck (el titán ultra de la Fox) y Keith Olbermann (su equivalente izquierdista en MSNBC), el liderazgo político pierde a un socio imprescindible en la construcción del consenso. Éste es el problema al que hace frente Obama", afirma Starr.

El largo debate sobre la reforma sanitaria es el paradigma de lo que ha ocurrido este año. Aún pendiente de ratificación por la comisión mixta Senado-Cámara de Representantes, no es exagerado decir que incluso la versión más modesta de esta ley constituye un paso de gigante para el sistema de salud de Estados Unidos. La garantía de un seguro de salud a más de 30 millones de personas que ahora no lo tienen por carecer de los recursos para pagarlos o por padecer enfermedades crónicas que los hace inadmisibles para las compañías representa un hito extraordinario. Jonathan Cohn, el especialista de la revista New Republic, lo considera "la pieza legislativa más importante en una generación". Es un éxito que, como ocurrió en su día con la Seguridad Social o con los derechos civiles, debería de estar fuera de toda discusión.

Sin embargo, no es así. El debate sobre la reforma sanitaria, probablemente mal dirigido por la Casa Blanca y burdamente manipulado por la oposición, es la batalla en la que se han forjado los peores estereotipos sobre Obama y en la que éste ha perdido la mayor parte de su crédito. Si ahora, una vez que lo más difícil de ese debate ya ha pasado, no se corrigen las impresiones creadas, esta iniciativa puede acabar siendo, como advierte la escritora y columnista Peggy Noonan, "una victoria desastrosa".

En opinión de Noonan, Obama cometió un error al priorizar la aprobación de la reforma sanitaria en un momento en el que la preocupación del público estaba centrada exclusivamente en la falta de puestos de trabajo. Sea o no así, lo cierto es que actualmente sólo el 36% de la población, según la encuesta de la CBS, respalda esa legislación, frente al 54% que la rechaza.

Para la derecha, esta iniciativa es el ejemplo del modelo de economía centralizada e intervencionista, al estilo socialista, que el presidente quiere imponer. Para la izquierda, la ley aprobada el día de Nochebuena por el Senado es la culminación de una política entreguista por parte de Obama y una traición al cambio prometido. Arianna Huffington, uno de los emblemas progres del país, ha dicho que se trata de "una reforma sólo en el nombre". El ex presidente del Partido Demócrata y ex candidato presidencial Howard Dean pidió a los congresistas votar en contra. Ralph Nader ha llegado a considerarla "un producto del Tío Tom".

Todos ellos pasan por alto los méritos de una legislación que, según el cálculo hecho por Harold Pollack, profesor de la Universidad de Chicago, entregará cada año subsidios para ayudar a las familias a pagar sus seguros de salud por valor de 196.000 millones de dólares, que es más de lo que el Estado aporta actualmente en todos sus programas de asistencia social.

Quizá toda esta discrepancia entre los hechos y las percepciones sea consecuencia de la excitación en medio de la cual Obama asumió la presidencia. Quizá Obama está simplemente siendo víctima de la pasión que él mismo generó. Ciertamente, la misma energía que lo llevó hasta la Casa Blanca ha servido para revitalizar en su contra a las bases conservadoras que hoy agitan con éxito entre la América profunda con los llamados tea party. Sobre ese movimiento está construyendo Palin y su grupo del Partido Republicano la estrategia para la reconquista del poder.

Si es así, si Estados Unidos vive bajo el ofuscamiento propio de la pasión, el juicio sobre la presidencia de Obama podría ser más ponderado con el paso del tiempo. Un año, en todo caso, no es tiempo suficiente para calificar una gestión de gobierno. Es un plazo, como el de los cien días, útil para los periodistas, pero, como afirma David Greemberg, profesor de Rutgers University, insuficiente para los historiadores. "Ninguno de los presidentes que han servido a Obama como modelo -Lincoln, Roosevelt o Kennedy- consiguió en su primer año marcar la dirección de su presidencia. Los cambios no ocurren de la noche a la mañana", afirma Greemberg.

Los cambios, apuntan distintas fuentes en el entorno de Obama, comenzarán a notarse a partir de ahora, cuando decrezca la fricción por el asunto sanitario, cuando la mayor creación de empleo alivie la angustia ciudadana y, sobre todo, cuando se reduzca la expectativa de resultados inmediatos.

Será el momento entonces de conocer de verdad qué tipo de presidente es Obama. Hasta ahora el polvo levantado por el impacto de su elección no ha permitido ver con claridad el fondo de su personalidad y de sus recursos como gobernante. Algunos apuntes han surgido, no obstante.

El primero: es un hombre muy reflexivo. Tardó meses, por ejemplo, en tomar la decisión de reforzar con 30.000 soldados más la campaña en Afganistán. Y prudente. Ha mantenido un difícil equilibro entre la presión popular contra Wall Street y la necesidad de proteger el sistema financiero. "En contraste con la generación de Twitter que apoyó su campaña, él no cree que su primera idea es la mejor idea. Tiene una preferencia académica por la precaución", opina la periodista y editora Tina Brown.

Este primer año ha revelado también a un político esencialmente pragmático que cree que el mejor logro es aquel que es posible obtener. "No convirtamos lo mejor en enemigo de lo bueno" es una frase que Obama ha repetido en la polémica sanitaria, en la cumbre del clima o en las negociaciones entre israelíes y palestinos. "No es una figura de arcilla ideológica, es un personaje que prefiere hacer cosas y dejar que otros moldeen su imagen. No porque no sea bueno para eso, es que, en un universo político de ideológicos vociferantes, él carece tanto de la ideología como del instinto de hacerles frente", opina el columnista Richard Cohen.

Por eso la izquierda se siente tan decepcionada con un presidente que, pese al fracaso del bipartidismo, se niega a gobernar contra la mitad del país. Y por eso la derecha ha tenido que recurrir a sus argumentos más bajos y pueriles, el del racismo y el de la amenaza bolchevique, para intentar neutralizar a un presidente imbatible en el intercambio civilizado de ideas.

Tal vez, como sugieren algunos de los emergentes obamanólogos, Obama sea demasiado civilizado para el cargo que ocupa. Tal vez su estilo didáctico y sus cualidades oratorias, fabulosas para una campaña electoral, no se avienen con las exigencias de su terrible puesto.

Tal vez. Pero es más cierto que el perfil de una presidencia se va moldeando con el ejercicio del poder. Como el propio Obama dijo en 2006, "no creo que nadie sepa lo que es ser presidente hasta que se es presidente". O, como afirma el profesor Greemberg, "los verdaderos logros de una presidencia ocurren cuando hay que combatir contra tempestuosos vientos de cara".

Ahora soplan esos vientos. Soplarán más fuertes aún en las elecciones legislativas de noviembre. Esos vientos medirán la entereza de esta figura esbelta que cautivó al mundo. Esos vientos, que ya se han llevado la pasión desatada en las calles el 20 de enero de 2009, probarán ahora si Obama es el presidente transformador que la historia americana produce una vez en cada generación o una efímera figura de YouTube.